Juan de Dios Doval
En Filipinas, los detenidos son hacinados en jaulas con perros callejeros. En La India, la policía agrede con palos a quienes se saltan las restricciones. En Indonesia, se obliga a los infractores a pasar la noche en casas "encantadas". En Japón, el respeto a la autoridad permite que la presión ciudadana sustituya a las multas.
En China, origen de la pandemia, ocultar el contagio no se queda en una simple sanción: puede llegar a suponer, en casos más graves, la pena de muerte.
A Corea del Sur se le aplaude en todo el mundo por su estrategia frente al coronavirus… aunque pasara por obligar a sus ciudadanos a ceder datos personales sobre su movilidad y estado de salud.
En un continente tan amplio, hiperpoblado y diverso en lo económico, étnico, cultural y religioso, un elemento común aflora en todas ellas: el interés de la sociedad tiene la potestad de imponerse sobre el individuo hasta extremos que vulneren su dignidad y sus derechos más elementales.
No es una circunstancia propia de esta pandemia ni tampoco novedosa: si Europa no se explica sin la tradición judeocristiana, Asia no se concibe sin Confucio y su concepción del hombre como ser social con una función específica en el grupo, hasta el punto de considerar algunos estudios que los derechos humanos son ajenos al confucianismo y a las culturas derivadas del mismo, aunque no incompatibles.
Es en este contexto donde cobra relevancia la advertencia lanzada por el Secretario General de la ONU ante las reiteradas vulneraciones de derechos humanos con el argumento de la lucha contra la pandemia: “el enemigo es el virus, no las personas”.